lunes, 26 de octubre de 2009

viernes, 23 de octubre de 2009

LOS ULTIMOS DIAS DE E.K.

Según tengo yo muy oído fue un sabio llamado Plinio el Joven el que

proclamó, ya en tiempos muy antiguos , que son harto felices quienes

realizan acciones dignas de ser contadas, o escriben obras dignas de ser

leídas. En algún rotundo latinajo debe esconderse esa verdad añeja y

romana en la que hoy me amparo para contarles a ustedes con alguna

prolijidad este curioso acontecido.


Estaba aquella noche muy quieto en mi casa leyendo a Herodoto cuando

sonó la puerta con golpes no sólo a deshora sino además obstinadamente

dramáticos, con lo que no pude dejar de pensar en aquella célebre escena

de Macbeth en la que despues del asesinato de Duncan suenan golpes así,

anunciadores de que lo humano renace siempre de lo diabólico.


El extravagante visitante, que interrumpió el pasaje en el que leía que el

triunfo se consigue a base de múltiples tentativas , resultó ser mi amigo el

escritor Thomas de Quincey al que conozco desde mis tiempos de

estudiante en Oxford, cuando compartímos clases de literatura inglesa y

alemana. Su noctuna presencia no me sorprendió mucho, ya que es él

hombre tan inclinado a vivir la noche que la disfruta hasta el amanecer ,

pero si me inquietó su inesperada visita. Debo recordarles, que para horror

de mi esposa y no poca zozobra mía, la última vez que se presentó en mi

casa prolongó su hospedaje durante varias e intensas semanas.

Traía el semblante confuso y la ropa algo desarreglada, como si hubiera

sido víctima reciente de un atraco o acaso testigo presencial de alguna

fantasmagórica aparición. Sus primeras palabras fueron en cambio

amables y pausadas, nada acordes con la impresión de desasosiego que

él emanaba. Dijo que era aquella noche especialmente tibia, que llevaba

varias horas paseando y que al percatarse de la cercanía de mi casa resolvió

llamar a mi puerta, sabiéndo que mis costumbres no eran tan severas como

la de otros de sus amigos que solían guardarse mas temprano.


Supe enseguida que su llegada no era todo lo azarosa que pretendía parecer,

y que alguna causa importante la guiaba. Tardó algunos minutos en

sentarse, tras deambular por la estancia con aire inquisidor como si no la

conociera, y comprobar que el resto de la familia ya dormía. No lo hizo sin

antes servirse un vaso de brandy y ofrecerme otro a mí. No quiero

molestarte, insistió, pero quizá dispongas de algún tiempo para oírme y

acaso darme consejo si así lo vieras oportuno.


Llevo unos cuantos meses obsesionado con una imagen recurrente, una

imagen que se repite en la vigilia y en el sueño. Estoy en una habitación

muy amplia, más propia de palacio que de estricta casa burguesa, y en

medio de ella hay una gran cama con dosel en el que agoniza dulcemente

un hombre. Nada dice, pero sé que su lengua no es la nuestra, no pronuncia

palabra, pero adivino que es alemán lo que habla. Nunca lo he visto antes,

no es cara por mi conocida, pero sé quién es, conozco su gloria, conozco su

sabiduría. Quienquiera que fuere, yo sé quién es. Aunque quizá sólo él sabe

quién es.


Hablaba con tranquilidad aunque cualquiera que lo hubiera visto entónces,

a la luz de las velas, habría pensado que ese hombre había estado en el

infierno. Y quizás del infierno venía. Un lugar que algunos confunden con

el paraíso, y para los que es reserva cerrada a los mortales que no han sido

tocados nunca por la poesía. Me miró, y su mirada hablaba. Me decía : no,

no es la locura lo que vengo a confesarte, amigo mío.


Para nadie era un secreto que Thomas De Quincey dependía desde muy

joven de crecientes dósis de opio, a partir de que le fuera recetada para

combatir unos dolores reumáticos, y cierta celebridad le dió un libro en el

que narró al mundo sus experiencias de penitente del laudano, pero muchos

creían con razón que sus afirmaciones eran exageradas y que no existía ser

vivo que resistiera la ingesta diaria de ochomil gotas por él contadas. Ese

íncubo odioso que pesaba siempre sobre su mente podía ser la fuente de

muchos estragos, más no creí que provocára en él pesadilla como la que

ahora sufría. ¿ Quién era ese anciano moribundo que tan amenudo lo

turbaba?



Si ya sabes su nombre, o acaso sólo lo presientes, le dije, no debes

inquietarte. Creo que tu ensueño es benéfico, y que como un signo así

debes aceptarlo. El hombre que muere te habla en su lengua extranjera y de

seguro hay una herencia para ti en su inaudible parlamento. Las cosas

siempre representan, aunque a veces no representen nada.


El hombre que me persigue desde su cama terminal en medio de esa gran

sala palaciega es un hombre que fue sabio y glorioso, dijo, ahora toda su

sabiduría está encharcada, su inteligencia está arruinada por la elocuente, la

justa, la poderosa Muerte. Su discurso se desmorona en todas las lenguas.

Ha olvidado el griego, en el que podríamos hablar, y su alemán estalla

como una bomba en la oscuridad de su cerebro a punto de morir.


Pero Hölderlin escribió en versos visionarios que donde nace el mayor

peligro para el hombre crece también aquello que puede salvarnos, le dije

en vano intento de apaciguar todo lo sombrío que había en su atormentado

sueño. Pienso que el hombre que se dispone a morir ha sido generoso y

también razonable, la agonía no puede borrar toda la majestuosidad de su

inteligencia, aunque se apague y se nuble, aunque el declive haya sido

harto penoso. La crueldad mayor es la de los sentidos que te abandonan, lo

sé por mi perro, está tan ciego que ya no me reconoce, siente mis caricias

como una verdadera agresión y me muestra furioso los dientes, ha perdido

el olfato, y su sordera le hace confundir las voces, apenas si recuerda

algunas ordenes.



Mi hombre está como tu perro. Derribado sobre la cama es una masa

informe, está sordo, está ciego. Mi hombre está como tu perro, derribado

sobre su cama, aletargado, inmóvil. Y sus palabras son como los ladridos

furiosos de tu perro. No dicen ya nada más que muerte.


De pronto De Quincey se levantó de su asiento y se acercó a la ventana. Ha

cambiado la noche, dijo, está cayendo mucha nieve. No sé si podré

marcharme ahora. Sin apenas moverme pude ver como las estrellas seguían

brillando en el firmamento, como hace un rato, y en mi ventana no había

ni el mas mínimo vestigio de nieve. Además, dijo, puedo ver a un grupo de

forajídos deambular en el jardín de tu vecino, el orfebre. De Quincey

deliraba. Mi vecino es el honorable señor David J. Wilkins, un

funcionario retirado que acaba de regresar de las Indias Occidentales.


La noche se multiplica, agregó, la noche se expande, la noche se alarga. La

noche posee el poder de borrarnos, y cuando más se alarga la noche más

pronto desaparecemos. A mi hombre lo estrangula dulcemente la noche. La

noche es un escorpión en la noche. Las inclementes pinzas de la noche lo

estan matando.



A partir de ese momento comencé a sospechar el tipo de alucinación que

mi pobre amigo Thomas De Quincey vivía. Recordé que queriendo emular

al poeta Goethe, que se encerró seis meses para leer la Ética de Spinoza, él

hizo lo propio durante otro medio año para leer “Kritik der Reinen

Vernuft” . También recordé cuántas veces me había contado en Oxford la

penosa agonía de su amada hermana Elizabeth, que los abandonó cuando

apenas tenía nueve años, víctima de una hidrocefalia. Como se había

deslizado sigilosamente en el cuarto donde velaban el cadáver de su

pobre hermana, y frente al ataúd, de espaldas a un gran ventanal que se

abría sobre un mediodía deslumbrante de verano, había tenido una visión.

Una visión tan conmovedora y revolucionaria que estaba seguro recordaría

hasta la hora de su muerte.


No, no te esfuerces en comprender, dijo entónces, como si estuviera

leyendo en mi rostro que estaba tratando de descubrir su misterio. Es un

jeroglífico secreto de Dios que en los corazones de la niñez enuncia

oscuramente la más ténues de sus verdades. Estás pensando acaso en

Elizabeth, en el antagonismo entre la exhuberancia de la vida durante el

verano y las oscuras esterilidades del sepulcro. Pero ahora nieva, febrero es

un mes cruel con los viejos, y ese hombre es muy viejo, debe tener ya más

de ochenta años. No hay involuta. ¿Oyes como grita?.



En el profundo silencio de mi salón ví como mi amigo se tapaba los oídos

con las manos en un gesto que me pareció excesivamente teatral. Una

fábula griega nos previene, le dije sirviéndome ahora yo mismo otro vaso

de brandy, que el primer hombre que se fijó en la infinitud del mar pereció

en un naufragio.




¡Basta!, ¡basta!, es lo que grita, y afuera la noche tormentosa, la nieve

alfombrando todos los pastos que rodean Köninsberg. ¡Basta!, ¡basta!, su

voz última resuena, ladra como ladra tu viejo perro. ¿No la oyes?. Mira

como se destapa, mira como arroja las mantas fuera de la cama y deja al

descubierto su cuerpo huesudo y helado. Nunca nadie ha visto un cuerpo

así, un cuerpo tan magro y consumido. Ha apurado el cáliz de la vida, el

cáliz del sufrimiento.



No tardó en dormirse en su sillón. Agotado por la intensidad de la

experiencia vivída, Thomas De Quincey se durmió. A la mañana siguiente

a una hora no muy temprana se despertó y ordenó que le hicieran traer un

desayuno abundante . Si la memoria no me falla corría el mes de octubre y

el día no estaría muy lejos del trece. Tras despachar con gran voracidad el

desayuno me pidió permiso para instalarse en mi escritorio y disponer de

papel y tinta.


Durante al menos cuatro semanas trabajó en mi casa en la redaccción de un

manuscrito en el que intentaba exorcizar su pesadilla, una labor que apenas

interrumpía para comer con generosidad , dormir poco y hacer unos largos

paseos nocturnos. Nunca he sabído si recurrió al laudano en el tiempo que

estuvo con nosotros, aunque me consta que si hizo uso abundante del

brandy, pero se comportó siempre con una normalidad asombrosa haciendo

gala de su refinada educación y de sus numerosos gestos de ternura. Esperó

a que se acercara el día del fin de su escritura para relatarme que todas

aquellas páginas en las que tanto se había afanado esos días eran en realidad

una paciente reescritura, palabra a palabra, de lo que había escrito en 1804

un tal A.C.Wasianski, testigo de los últimos días de E.K. , la vez que los

astrónomos descubrían dos nuevos planetas: Vesta y Juno.

Pedí a mi amigo que me leyera algún fragmento de su nueva obra antes de

partir. Con voz solemne y en presencia de mi mujer y de mi hijo mayor

Thomas de Quincey recitó: “ Poco después de la muerte de Kant se le afeitó

la cabeza y , bajo la dirección del profesor Knorr, se tomó un molde de yeso,

no sólo una mascarilla sino un molde de toda la cabeza, destinado, creo, a

enriquecer la colección craneológica del Dr.Gall. Una vez amortajado y

dispuesto en el féretro el cadáver, acudió a verlo un número inmenso de

gente de toda condición, de la más noble a la más humilde. Todos querían

aprovechar la última oportunidad que tendrían de decir : Yo también he visto

a Kant. Durante varios días el público llenó la casa de la mañana a la noche.

Grande fue el asombro de todos al advertir la delgadez de Kant, y hubo

acuerdo general en que nunca se vió un cadáver tan magro y consumido. La

cabeza descansaba sobre el almohadón en que una vez los caballeros de la

universidad le presentaron un homenaje; creí que no podría darle destino

más honorable que poniéndole en el ataúd para que sirviera de última

almohada a esa cabeza inmortal. La ciudad de Könisberg no asistió nunca,

ni antes ni después, a un funeral tan solemne y magnífico. El 28 de febrero a

las dos de la tarde, todos los dignatarios de la Iglesia y del Estado, no sólo

residentes en Könisberg , sino también venidos de los más apartados

rincones de Prusia, se reunieron en la capilla del castillo. A partir de este

lugar fueron escoltados por los miembros de la universidad, vestidos

espléndidamente para el funeral, y por muchos oficiales militares de alta

graduación, que siempre sintieron gran afecto por Kant, hasta la casa del

profesor desaparecido; los restos salieron a la luz de las antorchas, mientras

tañían las campanas de todas las iglesias de Könisberg, y se llevaron a la

catedral, que estaba iluminada para la ceremonia con innumerables cirios.

Los seguía una multitud enorme. En la catedral, despues de los ritos

funerarios usuales, que estuvieron acompañados por todas las expresiones

posibles de veneración nacional por el extinto, se llevó a cabo un solemne

servicio musical, admirablemente interpretado, al terminar el cual los

despojos mortales de Kant se depositaron en la bóveda académica, donde

ahora descansa entre los patriarcas de la universidad. PAZ A SUS RESTOS;

HONOR ETERNO A SU MEMORIA.”


NOTA DEL EDITOR

Según testimonio del señor Richard Wagner lo que hoy queda de la ciudad de

Köninsberg es pura ruina, como su vecina rusa Kaliningrado. La catedral sigue en

ruinas desde su destrucción en la II Guerra Mundial, aunque se hizo ponerle un techo y

junto a él está la tumba de Kant. Algunos turistas suelen hacerse ahí una fotografía y

ponen la mano sobre la piedra esperando que “algo pudiera pasar a sus ojos sin brillo”.

jueves, 22 de octubre de 2009