Según tengo yo muy oído fue un sabio llamado Plinio el Joven el que
proclamó, ya en tiempos muy antiguos , que son harto felices quienes
realizan acciones dignas de ser contadas, o escriben obras dignas de ser
leídas. En algún rotundo latinajo debe esconderse esa verdad añeja y
romana en la que hoy me amparo para contarles a ustedes con alguna
prolijidad este curioso acontecido.
Estaba aquella noche muy quieto en mi casa leyendo a Herodoto cuando
sonó la puerta con golpes no sólo a deshora sino además obstinadamente
dramáticos, con lo que no pude dejar de pensar en aquella célebre escena
de Macbeth en la que despues del asesinato de Duncan suenan golpes así,
anunciadores de que lo humano renace siempre de lo diabólico.
El extravagante visitante, que interrumpió el pasaje en el que leía que el
triunfo se consigue a base de múltiples tentativas , resultó ser mi amigo el
escritor Thomas de Quincey al que conozco desde mis tiempos de
estudiante en Oxford, cuando compartímos clases de literatura inglesa y
alemana. Su noctuna presencia no me sorprendió mucho, ya que es él
hombre tan inclinado a vivir la noche que la disfruta hasta el amanecer ,
pero si me inquietó su inesperada visita. Debo recordarles, que para horror
de mi esposa y no poca zozobra mía, la última vez que se presentó en mi
casa prolongó su hospedaje durante varias e intensas semanas.
Traía el semblante confuso y la ropa algo desarreglada, como si hubiera
sido víctima reciente de un atraco o acaso testigo presencial de alguna
fantasmagórica aparición. Sus primeras palabras fueron en cambio
amables y pausadas, nada acordes con la impresión de desasosiego que
él emanaba. Dijo que era aquella noche especialmente tibia, que llevaba
varias horas paseando y que al percatarse de la cercanía de mi casa resolvió
llamar a mi puerta, sabiéndo que mis costumbres no eran tan severas como
la de otros de sus amigos que solían guardarse mas temprano.
Supe enseguida que su llegada no era todo lo azarosa que pretendía parecer,
y que alguna causa importante la guiaba. Tardó algunos minutos en
sentarse, tras deambular por la estancia con aire inquisidor como si no la
conociera, y comprobar que el resto de la familia ya dormía. No lo hizo sin
antes servirse un vaso de brandy y ofrecerme otro a mí. No quiero
molestarte, insistió, pero quizá dispongas de algún tiempo para oírme y
acaso darme consejo si así lo vieras oportuno.
Llevo unos cuantos meses obsesionado con una imagen recurrente, una
imagen que se repite en la vigilia y en el sueño. Estoy en una habitación
muy amplia, más propia de palacio que de estricta casa burguesa, y en
medio de ella hay una gran cama con dosel en el que agoniza dulcemente
un hombre. Nada dice, pero sé que su lengua no es la nuestra, no pronuncia
palabra, pero adivino que es alemán lo que habla. Nunca lo he visto antes,
no es cara por mi conocida, pero sé quién es, conozco su gloria, conozco su
sabiduría. Quienquiera que fuere, yo sé quién es. Aunque quizá sólo él sabe
quién es.
Hablaba con tranquilidad aunque cualquiera que lo hubiera visto entónces,
a la luz de las velas, habría pensado que ese hombre había estado en el
infierno. Y quizás del infierno venía. Un lugar que algunos confunden con
el paraíso, y para los que es reserva cerrada a los mortales que no han sido
tocados nunca por la poesía. Me miró, y su mirada hablaba. Me decía : no,
no es la locura lo que vengo a confesarte, amigo mío.
Para nadie era un secreto que Thomas De Quincey dependía desde muy
joven de crecientes dósis de opio, a partir de que le fuera recetada para
combatir unos dolores reumáticos, y cierta celebridad le dió un libro en el
que narró al mundo sus experiencias de penitente del laudano, pero muchos
creían con razón que sus afirmaciones eran exageradas y que no existía ser
vivo que resistiera la ingesta diaria de ochomil gotas por él contadas. Ese
íncubo odioso que pesaba siempre sobre su mente podía ser la fuente de
muchos estragos, más no creí que provocára en él pesadilla como la que
ahora sufría. ¿ Quién era ese anciano moribundo que tan amenudo lo
turbaba?
Si ya sabes su nombre, o acaso sólo lo presientes, le dije, no debes
inquietarte. Creo que tu ensueño es benéfico, y que como un signo así
debes aceptarlo. El hombre que muere te habla en su lengua extranjera y de
seguro hay una herencia para ti en su inaudible parlamento. Las cosas
siempre representan, aunque a veces no representen nada.
El hombre que me persigue desde su cama terminal en medio de esa gran
sala palaciega es un hombre que fue sabio y glorioso, dijo, ahora toda su
sabiduría está encharcada, su inteligencia está arruinada por la elocuente, la
justa, la poderosa Muerte. Su discurso se desmorona en todas las lenguas.
Ha olvidado el griego, en el que podríamos hablar, y su alemán estalla
como una bomba en la oscuridad de su cerebro a punto de morir.
Pero Hölderlin escribió en versos visionarios que donde nace el mayor
peligro para el hombre crece también aquello que puede salvarnos, le dije
en vano intento de apaciguar todo lo sombrío que había en su atormentado
sueño. Pienso que el hombre que se dispone a morir ha sido generoso y
también razonable, la agonía no puede borrar toda la majestuosidad de su
inteligencia, aunque se apague y se nuble, aunque el declive haya sido
harto penoso. La crueldad mayor es la de los sentidos que te abandonan, lo
sé por mi perro, está tan ciego que ya no me reconoce, siente mis caricias
como una verdadera agresión y me muestra furioso los dientes, ha perdido
el olfato, y su sordera le hace confundir las voces, apenas si recuerda
algunas ordenes.
Mi hombre está como tu perro. Derribado sobre la cama es una masa
informe, está sordo, está ciego. Mi hombre está como tu perro, derribado
sobre su cama, aletargado, inmóvil. Y sus palabras son como los ladridos
furiosos de tu perro. No dicen ya nada más que muerte.
De pronto De Quincey se levantó de su asiento y se acercó a la ventana. Ha
cambiado la noche, dijo, está cayendo mucha nieve. No sé si podré
marcharme ahora. Sin apenas moverme pude ver como las estrellas seguían
brillando en el firmamento, como hace un rato, y en mi ventana no había
ni el mas mínimo vestigio de nieve. Además, dijo, puedo ver a un grupo de
forajídos deambular en el jardín de tu vecino, el orfebre. De Quincey
deliraba. Mi vecino es el honorable señor David J. Wilkins, un
funcionario retirado que acaba de regresar de las Indias Occidentales.
La noche se multiplica, agregó, la noche se expande, la noche se alarga. La
noche posee el poder de borrarnos, y cuando más se alarga la noche más
pronto desaparecemos. A mi hombre lo estrangula dulcemente la noche. La
noche es un escorpión en la noche. Las inclementes pinzas de la noche lo
estan matando.
A partir de ese momento comencé a sospechar el tipo de alucinación que
mi pobre amigo Thomas De Quincey vivía. Recordé que queriendo emular
al poeta Goethe, que se encerró seis meses para leer la Ética de Spinoza, él
hizo lo propio durante otro medio año para leer “Kritik der Reinen
Vernuft” . También recordé cuántas veces me había contado en Oxford la
penosa agonía de su amada hermana Elizabeth, que los abandonó cuando
apenas tenía nueve años, víctima de una hidrocefalia. Como se había
deslizado sigilosamente en el cuarto donde velaban el cadáver de su
pobre hermana, y frente al ataúd, de espaldas a un gran ventanal que se
abría sobre un mediodía deslumbrante de verano, había tenido una visión.
Una visión tan conmovedora y revolucionaria que estaba seguro recordaría
hasta la hora de su muerte.
No, no te esfuerces en comprender, dijo entónces, como si estuviera
leyendo en mi rostro que estaba tratando de descubrir su misterio. Es un
jeroglífico secreto de Dios que en los corazones de la niñez enuncia
oscuramente la más ténues de sus verdades. Estás pensando acaso en
Elizabeth, en el antagonismo entre la exhuberancia de la vida durante el
verano y las oscuras esterilidades del sepulcro. Pero ahora nieva, febrero es
un mes cruel con los viejos, y ese hombre es muy viejo, debe tener ya más
de ochenta años. No hay involuta. ¿Oyes como grita?.
En el profundo silencio de mi salón ví como mi amigo se tapaba los oídos
con las manos en un gesto que me pareció excesivamente teatral. Una
fábula griega nos previene, le dije sirviéndome ahora yo mismo otro vaso
de brandy, que el primer hombre que se fijó en la infinitud del mar pereció
en un naufragio.
¡Basta!, ¡basta!, es lo que grita, y afuera la noche tormentosa, la nieve
alfombrando todos los pastos que rodean Köninsberg. ¡Basta!, ¡basta!, su
voz última resuena, ladra como ladra tu viejo perro. ¿No la oyes?. Mira
como se destapa, mira como arroja las mantas fuera de la cama y deja al
descubierto su cuerpo huesudo y helado. Nunca nadie ha visto un cuerpo
así, un cuerpo tan magro y consumido. Ha apurado el cáliz de la vida, el
cáliz del sufrimiento.
No tardó en dormirse en su sillón. Agotado por la intensidad de la
experiencia vivída, Thomas De Quincey se durmió. A la mañana siguiente
a una hora no muy temprana se despertó y ordenó que le hicieran traer un
desayuno abundante . Si la memoria no me falla corría el mes de octubre y
el día no estaría muy lejos del trece. Tras despachar con gran voracidad el
desayuno me pidió permiso para instalarse en mi escritorio y disponer de
papel y tinta.
Durante al menos cuatro semanas trabajó en mi casa en la redaccción de un
manuscrito en el que intentaba exorcizar su pesadilla, una labor que apenas
interrumpía para comer con generosidad , dormir poco y hacer unos largos
paseos nocturnos. Nunca he sabído si recurrió al laudano en el tiempo que
estuvo con nosotros, aunque me consta que si hizo uso abundante del
brandy, pero se comportó siempre con una normalidad asombrosa haciendo
gala de su refinada educación y de sus numerosos gestos de ternura. Esperó
a que se acercara el día del fin de su escritura para relatarme que todas
aquellas páginas en las que tanto se había afanado esos días eran en realidad
una paciente reescritura, palabra a palabra, de lo que había escrito en 1804
un tal A.C.Wasianski, testigo de los últimos días de E.K. , la vez que los
astrónomos descubrían dos nuevos planetas: Vesta y Juno.
Pedí a mi amigo que me leyera algún fragmento de su nueva obra antes de
partir. Con voz solemne y en presencia de mi mujer y de mi hijo mayor
Thomas de Quincey recitó: “ Poco después de la muerte de Kant se le afeitó
la cabeza y , bajo la dirección del profesor Knorr, se tomó un molde de yeso,
no sólo una mascarilla sino un molde de toda la cabeza, destinado, creo, a
enriquecer la colección craneológica del Dr.Gall. Una vez amortajado y
dispuesto en el féretro el cadáver, acudió a verlo un número inmenso de
gente de toda condición, de la más noble a la más humilde. Todos querían
aprovechar la última oportunidad que tendrían de decir : Yo también he visto
a Kant. Durante varios días el público llenó la casa de la mañana a la noche.
Grande fue el asombro de todos al advertir la delgadez de Kant, y hubo
acuerdo general en que nunca se vió un cadáver tan magro y consumido. La
cabeza descansaba sobre el almohadón en que una vez los caballeros de la
universidad le presentaron un homenaje; creí que no podría darle destino
más honorable que poniéndole en el ataúd para que sirviera de última
almohada a esa cabeza inmortal. La ciudad de Könisberg no asistió nunca,
ni antes ni después, a un funeral tan solemne y magnífico. El 28 de febrero a
las dos de la tarde, todos los dignatarios de la Iglesia y del Estado, no sólo
residentes en Könisberg , sino también venidos de los más apartados
rincones de Prusia, se reunieron en la capilla del castillo. A partir de este
lugar fueron escoltados por los miembros de la universidad, vestidos
espléndidamente para el funeral, y por muchos oficiales militares de alta
graduación, que siempre sintieron gran afecto por Kant, hasta la casa del
profesor desaparecido; los restos salieron a la luz de las antorchas, mientras
tañían las campanas de todas las iglesias de Könisberg, y se llevaron a la
catedral, que estaba iluminada para la ceremonia con innumerables cirios.
Los seguía una multitud enorme. En la catedral, despues de los ritos
funerarios usuales, que estuvieron acompañados por todas las expresiones
posibles de veneración nacional por el extinto, se llevó a cabo un solemne
servicio musical, admirablemente interpretado, al terminar el cual los
despojos mortales de Kant se depositaron en la bóveda académica, donde
ahora descansa entre los patriarcas de la universidad. PAZ A SUS RESTOS;
HONOR ETERNO A SU MEMORIA.”
NOTA DEL EDITOR
Según testimonio del señor Richard Wagner lo que hoy queda de la ciudad de
Köninsberg es pura ruina, como su vecina rusa Kaliningrado. La catedral sigue en
ruinas desde su destrucción en la II Guerra Mundial, aunque se hizo ponerle un techo y
junto a él está la tumba de Kant. Algunos turistas suelen hacerse ahí una fotografía y
ponen la mano sobre la piedra esperando que “algo pudiera pasar a sus ojos sin brillo”.
viernes, 23 de octubre de 2009
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Me gusta este poema. Tiene el ritmo de una narración.Creo que a Borges le habría gustado, él tan amante de la cultura germánica.Además están también las visiones De Quincey, otro escritor amado del maestro..Magnifico poema.
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